Así acababa la vida de Jayne Mansfield, el mejor producto de imitación que Hollywood había desarrollado hasta la fecha. La actriz que había soñado con ser Marilyn y que había jugado con el fuego del satanismo hasta acabarse quemando. O eso dice la leyenda.
Con una vida de excesos entre los que se contaban una mansión pintada enteramente de rosa, maridos culturistas, y múltiples y poderosos amantes; no podía pasar mucho tiempo hasta que Mansfield conociera a un icono de su época, el Mago Negro, Anton LaVey.
Como en un cuento de hadas macabro, mago negro y actriz pronto se hicieron amigos, y ella empezó a frecuentar las fiestas que éste daba, eventos a los que asistían los más variados personajes del mundo del espectáculo estadounidente. Un día a Jayne se le ocurrió llevar al abogado Sam Brody, su última pareja, a una de las fiestas satánicas de LaVey. Según cuenta la leyenda, Brody se burló de las prácticas de LaVey y apagó de un soplido una de las velas negras del mago, entonces éste montó en cólera y proclamó que Brody estaba maldito: su castigo por aquella ofensa sería morir en un accidente de tráfico. LaVey además advirtió a Mansfield que se alejara de Brody si no quería sufrir su fatal destino, pero ella, con conocimiento de causa o no pareció hacer oídos sordos al consejo del mago negro no rompió su relación con el abogado.
Maldiciones satánicas aparte, solo se puede añadir que es falsa la leyenda que dice que la cabellera rubia que apareció en el lugar del accidente era su cabeza decapitada, ya que en realidad se trataba de su peluca; y que muy a su pesar Jayne Mansfield se convirtió en un miembro más del club de estrellas malditas de Hollywood, aquella neblinosa noche de Luisiana.
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